Armado otra vez de un agresivo discurso anti inmigración, el presidente estadounidense, Donald Trump, enfrentará la semana próxima el mayor test electoral desde su llegada al poder, unos comicios que definirán si su Partido Republicano mantiene el control del Congreso en los dos últimos años de su primer mandato.
Un revés en alguna de las dos cámaras seguramente impedirá a Trump implementar su agenda, además de dar a la oposición demócrata renovadas armas para citar al presidente a testificar ante alguna comisión por sus múltiples controversias personales o conflictos de intereses, e incluso para someterlo a un proceso de destitución.
Aun cuando los votantes de cada distrito eligen a sus representantes en el Congreso en función de cuestiones más locales que nacionales, los comicios de mitad de mandato siempre son también un referéndum sobre la gestión del presidente, que, en el caso de la del magnate inmobiliario, ha fracturado al país como pocas veces antes.
En el final de la campaña, Trump, un hábil comunicador, ha multiplicado sus actos en respaldo a candidatos republicanos, y ha elegido reeditar la fórmula con la que llegó al poder: un discurso que atiza el temor a la inmigración y el sentimiento nacionalista, y que no tiene pudor en denigrar a la prensa, a sus oponentes políticos y a las minorías.
Con un tono por momentos apocalíptico, el jefe de la Casa Blanca no ha parado de decir que los demócratas convertirán a Estados Unidos en Venezuela y permitirán a los inmigrantes "arrollar" el país si recuperan el control de alguna de las dos cámaras del Congreso en los comicios del 6 de noviembre.
El azar parece haber dado una mano a Trump, que ha aprovechado que una caravana de migrantes centroamericanos avance a pie por México con la intención de entrar a Estados Unidos justo antes de las elecciones para machacar con su discurso anti inmigrante y mostrarse como el defensor de la integridad y la identidad de su país.
La semana pasada, una ola de paquetes-bomba enviados a personalidades demócratas y medios críticos de Trump y un ataque a tiros en una sinagoga desataron un debate sobre si la creciente división en el país no es resultado de la virulenta retórica que el presidente norteamericano descarga a diario contra los medios o sus detractores.
Un fervoroso partidario de Trump fue detenido por los paquetes bomba, y el autor del ataque en la sinagoga, que dejó 11 muertos, es adepto al supremacismo blanco, muchos de cuyos partidarios admiran al mandatario.
La Casa Blanca ha rechazado tajantemente que Trump sea responsable de la crispación, pero el argumento es difícil de creer para alguien que llegó al poder calificando a los mexicanos de "violadores", poniendo en duda que Barack Obama fuera estadounidense y llamando a "encerrar" en prisión a Hillary Clinton.
El propio presidente también dejó en claro que no cambiará su estilo. Por el contrario, se ha embarcado en una intensa campaña negativa.
Una postura desafiante
En los últimos días, Trump renovó su acusación de que los periodistas son "enemigos del pueblo", así como sus ataques contra la inmigración, la cuestión que alimentó su carrera política y a la que vuelve cada vez que necesita una zona de confort.
Esta semana, el presidente dijo que podría enviar hasta 15.000 soldados a la frontera de México, el triple que lo que había anunciado su gobierno días antes, para evitar cualquier infiltración de inmigrantes, y agregó que el Ejército podrá disparar contra las caravanas si es atacado con piedras.
El mandatario ha acusado a las caravanas de intento de "invasión", pese a estar formadas por desesperados migrantes que aún tienen semanas de travesía para recorrer los 1.000 kilómetros que los separan del límite.
En una campaña más convencional, se esperaría que un presidente hiciera mucho más que lo que haya hecho Trump para destacar la vigorosa marcha de la economía nacional y la caída del desempleo.
Esto ha decepcionado a muchos líderes republicanos, que confiaban en estos factores para mitigar la pérdida de bancas que históricamente sufre el oficialismo en Estados Unidos cuando el presidente tiene una aprobación menor al 50%, y la de Trump es de 44%.