Por Alejandro Agustín Ferreyra
Por Alejandro Agustín Ferreyra
Soy Alejandro Agustín Ferreyra, nací el 24 de septiembre de 1973 en la ciudad de Santa Fe. Hace poco cumplí 50 años, un número cargado de planteos existenciales, porque al mirar hacia atrás observo un camino vertiginoso, el que -fundamentalmente a partir de los golpes- me colmó de aprendizaje. Mis cinco décadas están marcadas por un siniestro vial a mis 25 años, una bomba nuclear que no vimos venir…Como sobreviviente de una tragedia descomunal, sufriendo la pérdida de mi hijo y después de pasar por todos los estados emocionales, me paro hoy ante el universo, para resaltar que la vida es imprevisible, breve y muchas veces injusta.
Si desmenuzo el medio siglo de existencia, recuerdo una familia hermosa, que me brindó infancia muy feliz, mamá, Amelia, inteligente, fuerte y con una fe inquebrantable, papá, Francisco,(Panchito), con un corazón enorme y Fabi ("La Colo"), mi querida hermanita mayor. Mi educación transcurrió desde jardín de infantes a quinto año en el Colegio Don Bosco, institución maravillosa, donde me inculcaron valores, encuentro mis amistades más fuertes y junto a ellos, Cristian Pablo, Martín Miguel, Cristian "Rata" López (amigo del alma que se fue de "gira") y Gustavo, compartimos la pasión por el teatro.
Inicié mis estudios terciarios en Administración de Empresas en la Escuela Comercial y directamente de ahí pasé a vender zapatillas en una conocida casa deportiva santafesina. Momento pleno, no había mucha responsabilidad, fue cuando compré mi moto, Honda CBR 600 que subió notablemente mi poder de conquista con el género femenino (para muchos, discutible, pero era mejor que llegar en bici o en cole). Todo fue muy rápido, llegó el noviazgo, un poco de calma, y de golpe me sorprendió el embarazo de mi primogénito, no estaba en los planes , tenía 21 años, generó un gran revuelo, mis padres muy conservadores, encima, aún no conocían a la mamá de su nieto.
En esta instancia, sucede mi cambio de trabajo ingresando al sindicato de empleados de comercio mejorando considerablemente mi situación laboral . Pasado el primer impacto, hubo un reacomodamiento familiar, y a esperar su llegada. Al nacer Matías, mi hijo, nos llenó el corazón de alegría. La armonía era total, Mati crecía rodeado de afecto, la llegada de Agostina, mi segunda hija, nos encuentra más preparados, era un momento extraordinario, teníamos buena salud, mi proyección en el gremio era estupenda, con montón de sueños por cumplir. Obviamente, no sabíamos la catástrofe que se avecinaba.
Ese punto de inflexión en mi mundo llegó el 10 de mayo de 1998, cuando circulaba en mi vehículo con mis dos hijos y la mamá de ambos por la circunvalación oeste de mi ciudad. En una de las curvas muerdo una piedra, pierdo el control del auto, se va a la banquina y comienza a tumbar; en esa secuencia sale despedido por la luneta trasera mi nene Matías. A las 72 horas falleció en el Hospital de Niños por las heridas recibidas, no tenía ni siquiera 4 años. Agostina -de apenas tres meses- y su madre resultaron ilesas. A mí, el suceso me provocó traumatismo grave de cráneo, fractura de la columna cervical, rotura del bazo sanguíneo, el diafragma, fisura de cadera y una costilla astillada que afectó un pulmón.
En la urgencia me atendieron en el Hospital José María Cullen, verdadero símbolo de la salud pública santafesina, donde en principio me salvan la vida los doctores García Door (cirujano) y Morere. Mi situación era desesperante. Mi entorno decide trasladarme al Hospital Naval de la ciudad de Buenos Aires, donde estuve en terapia intensiva, en coma, por casi cuatro meses. Estuve cuadripléjico. Mi cuadro era muy complejo el daño neurológico era importante, la pérdida notable de la visión, el habla, la movilidad y la incertidumbre, debido a la lesión en la segunda vértebra cervical, si volvería o no a caminar. Ya estabilizado clínicamente, pero con todos estos pronósticos negativos, pasé a la Clínica Lesit de rehabilitación, también en Capital Federal, donde estuve por cuatro meses más. Se trata de un complejo especializado en rehabilitación neurológica donde el doctor Cachione (fisiatra), en contra de las predicciones de sus colegas, me hizo volver a parar y dar mis primeros pasos.
Por la necesidad de contención afectiva, se decide que vuelva a Santa Fe. Al llegar me "informan" que estaba separado; entonces, en ese instante, me di cuenta que en un chasquido, había perdido a mi hijo, mi hogar familiar, la posibilidad de trabajar y toda mi autonomía como persona. Volví a vivir con mis padres, porque necesitaba ayuda para comer, vestirme, ducharme. Y debía continuar con la recuperación, proceso que me llevó muchos años; terapistas ocupacionales, fonoaudiólogas, psicólogas, kinesiólogos y demás.
Me tocó transitar el duelo totalmente a destiempo y en un contexto diferente, me transmitieron la muerte de mi hijo cinco meses después del hecho, en una situación de extrema vulnerabilidad. Pasado un tiempo le pedí a mi madre que me cuente todo. Fue así que armé en mi cerebro las escenas dramáticas del velorio y el cementerio, recorriendo mentalmente esa película de terror que nadie quiere protagonizar. Mis secuelas eran emocionales y físicas, después de dos juntas médicas me jubilaron por invalidez y me otorgaron el certificado de discapacidad permanente.
En 2003 conocí a Verónica, docente, una persona talentosa y multifacética, con la que iniciamos una historia de amor y con quien tuve dos hijos: Giuliana y Mateo. Juntos encaramos la panificadora Nona Amalia, en homenaje a mi entrañable abuela. Un emprendimiento que organicé sin poder escribir ni leer y con inestabilidad para caminar, pero con muchas ganas de hacer cosas. Inicialmente contábamos con un solo empleado, porque la producción era escasa. Giuli, Mateo, Agos y Dai (hija mayor de Vero), crecían entre tarros de dulce de leche y pan. Construimos una fábrica modelo que al culminar el ciclo del negocio, doce años después, con una elaboración de quince bolsas de harina y un equipo de trabajo de doce empleados. El rubro era muy sacrificado, muchas madrugadas complicadas, entre maquinarias, vehículos, repartidores, panaderos, confiteros y poco descanso, era mucho el estrés y mi salud estaba frágil. La decisión de cerrar el negocio fue unánime, no daba para más.
Etapa panadería terminada. Otra vez en pausa. Medio desorientado, me acerqué al gremio, mi querido CUEC. Adrián Ferreyra, su secretario general, me dio la oportunidad de colaborar en la Caja Compensadora, donde pude reencontrarme con muchos de mis viejos amigos, que me tendieron su mano para poder integrarme. También en este tiempo surgió mi incorporación a la Asociación Civil Factor Vial, institución abocada a concientizar y a educar -poniendo énfasis en la importancia de respetar las normas de tránsito-, convocado por el senador Sergio "Checho" Basile. Así fue como propusieron mi participación en charlas, junto a Pablo y Franco, como protagonista de un siniestro vial, para dar testimonio como sobreviviente y resiliente.
Con esta síntesis de mis 50 años, contemplando el recorrido, debo pedirles que reflexionemos juntos, que al salir en un vehículo a la calle, un descuido, una imprudencia, nos puede modificar la vida en un segundo. En memoria de mi hijo, Matías Agustín Ferreyra, estoy escribiendo mi historia, afirmando que el sufrimiento es inevitable, buscando ayudar a personas que hayan atravesado pérdidas, situaciones traumáticas, límites, remarcando que a pesar de todo se puede seguir adelante, transformando el dolor en proyectos. ¡Gracias!
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