I
I
Afirmar que la Argentina no tiene arreglo, que en la Argentina todos los políticos son lo mismo o que lo mejor que se puede hacer es tomar la ruta de Ezeiza, no solo es una simplificación, un error, sino también una manera cómoda de desentenderse de los problemas del país, de lavarse las manos con excusas disfrazadas de afirmaciones tan coléricas como livianas, tan contundentes como equivocadas, tan escatológicas como injustas. Los partidarios de estas exaltaciones verbales ignoran que con sus rugidos y maullidos no hacen otra cosa que hacer el juego al orden establecido, porque importa insistir una vez más que en los sistemas democráticos la legitimidad la otorga el voto popular, motivo por el cual si no se vota los más favorecidos son los que ejercen el poder, el oficialismo para ser más claro. Se ha repetido hasta el cansancio: los políticos que hoy nos representan en su diversidad no son extraterrestres o aves llegadas desde cielos lejanos, son argentinos que no se diferencian demasiado de nosotros. Nadie les puso el revólver en el pecho para que voten a Kirchner, a Macri, a Cristina o a Fernández. Tampoco nadie los va a intimidar para que voten a Rodríguez Larreta, Bullrich, Massa o Milei. Estos dirigentes políticos, con sus diferencias, sus conductas y sus inconductas, no se diferencian demasiado de los políticos brasileños, chilenos o paraguayos. O españoles o franceses. Si alguna falta hay que buscar, es en la misma sociedad, es decir en nosotros, en nuestra ligereza para ejercer el derecho a votar, en nuestra credulidad ante dirigentes que ostentosamente mienten, en nuestra incapacidad para ejercer controles. La otra diferencia tiene que ver con la calidad de nuestras instituciones. En la Argentina el estado debe ser reformado, sus agencias en algunos casos hay que otorgarles vida, limpiarlas, desodorizarlas. Entendámonos de una buena vez: no hay mercado, no hay sociedad, no hay política, ni hay nación, sin estado. O con un estado en ruinas, corrompido o transformado en coto de caza de corporaciones y políticos saqueadores de recursos públicos troskistas y liberales estilo Milei, se parecen en una sola cosa: lo que proponen no existe en el mundo. Las revoluciones de izquierda se hicieron sin los troskistas y en contra de los trotskistas, que en más de un caso fueron los primeros en ser fusilados o expulsados por los flamantes revolucionarios. Por el otro lado, las naciones capitalistas, las sociedades burguesas, reclamaron la constitución de poderosos estados. ¿O creen que en Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Suecia, Turquía o Israel, no hay estado o hay estado mínimo? En la pretensión obsesiva por fundar una ínsula política inexistente, Milei y Del Caño se parecen. Sus prédicas pueden ser entretenidas, estimulantes, simpáticas, pero carecen de viabilidad política. Son utópicas en el peor sentido de la palabra.
II
Alguna vez Bartolomé Mitre dijo que debemos aceptar a la Argentina como la hicieron Dios y los argentinos, para que los argentinos, con la ayuda de Dios, la vayamos cambiando. Dejo a Dios a cargo de los creyentes y me ocupo de los argentinos. Digo, sin exageraciones, que somos el país de las paradojas y los desencantos. La Argentina es rica en recursos naturales y humanos, pero sus índices de pobreza son escandalosos. Se habla de crisis, pero cuando una crisis se prolonga por décadas merece ser calificada con otras palabras. Podemos usar la palabra decadencia, derrumbe, agonía, pero a mí me gustaría pensar en el título tanguero de "Cuesta abajo". O pensar en la figura del plano inclinado. La Argentina no va a estallar, pero progresivamente se empobrece, se degrada y se corrompe. Por lo menos desde hace medio siglo, con algunas breves iluminaciones, es lo que hace. Si no le gusta 1975 como fecha de inicio de la decadencia, piense en 1945 o en 1930. Para el caso es lo mismo. Por lo menos a esta altura del partido da lo mismo. Sin ánimo de pecar de optimista a la violeta, digo que esta decadencia puede ser revertida. Hay conciencia social, política, intelectual, de que es necesario el cambio. También se sabe que no hay milagros, que no hay magia, que todo cambio es un esfuerzo cuyos resultados no se ven de la mañana a la noche; no se ven, pero se perciben.
III
Argentina obtuvo logros económicos y sociales a través del denominado modelo primario exportador. No nos fue mal, pero para mediados de los años veinte, sobre todo luego de la crisis financiera del treinta en Wall Street, el país se fue inclinando hacia un modelo de sustitución de importaciones, modelo que con las oscilaciones sociales y los cambios políticos del caso se mantuvo con relativa eficacia hasta mediados de los años setenta. De allí en más, nada. O casi nada. Se ganaron libertades, se recuperó la democracia, se alejó el espantajo de las dictaduras militares, pero la Argentina es más pobre y más injusta. Y esa pobreza y esa injusticia, si se prolongan en el tiempo, amenazan la existencia de la nación y la vigencia de la democracia. Nos guste o no, debemos admitir que en democracia es necesario educarse, comer y curarse. No estaba tan equivocado Raúl Alfonsín cuando balbuceó esa solución. La democracia reclama de ciudadanos libres, dueños de su libertad y no dominados por la necesidad. Lo dijo Juan Bautista Alberdi: "El pobre no vota, el pobre se vende". No estaba estigmatizando a nadie en particular; estaba revelando una categoría sociológica: la persona dominada por la necesidad, la persona que no sabe si esta noche él y sus hijos van a comer, no está en condiciones de elegir o, por lo menos, no está en las condiciones ideales para elegir. Decir lo contrario es demagogia y, peor aún, especulación oportunista y ventajera para dominar políticamente las necesidades de los pobres.
IV
Estas Paso del domingo que viene nos ponen a prueba. Sin exageraciones hay que decir que son las elecciones más importantes de este siglo, o de lo que va de este siglo. En el aire flota la sensación de que hemos llegado a un límite. Que el cambio debe producirse. Nuestro destino como nación está en juego. Un país desarrollado, un país inserto en el mundo, un país con una burguesía aguerrida, un país con amplias clases medias producto de la movilidad social ascendente, un país con más oportunidades para todos. Un país normal, más seguro, más justo, más libre. No es imposible hacerlo. Pero hay que hacerlo, y hay que confrontar con intereses, con los privilegios de quienes se benefician con el actual estado de cosas, con las corporaciones sindicales, con los gobernadores feudales, con las burguesías parasitarias, con un estado burocrático, inservible y maniatado por las corporaciones. Esto hay que decirlo. Es probable que todos estén a favor de la educación, la salud o la vida, pero las unanimidades flaquean cuando se explicitan los privilegios que hay que recortar o abolir para asegurar esas metas. No hay reforma educativa con Baradel en el sindicato; no hay reforma laboral con Moyano; no hay leyes justas de coparticipación con Insfran; no hay empleo y trabajo con dirigentes piqueteros interesados en que exista la pobreza en nombre de la lucha contra la pobreza; no hay burguesía competitiva y creadora de riqueza y trabajo con aislamiento y empresarios forjados en la escuela de Vila y Manzano. La Argentina tiene futuro y en la Argentina no todos son lo mismo. Hay que votar y saber votar.
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