De tanto en tanto surge un hecho que sacude los tiempos. Un hecho que anuncia el cambio de época. Y los humanos contemporáneos, más temprano que tarde, terminan advirtiendo que algo está por cambiar. Inexorablemente algo cambiará.
De tanto en tanto surge un hecho que sacude los tiempos. Un hecho que anuncia el cambio de época. Y los humanos contemporáneos, más temprano que tarde, terminan advirtiendo que algo está por cambiar. Inexorablemente algo cambiará.
- ¿Escuchó usted hablar alguna vez de “La venganza de los paraguayos”? Me dijo aquella tarde Don Salvador Galíndez, frente a la puerta principal del Cementerio Municipal de Santa Fe.
- Jamás en mi vida. Respondí, ya resignado a escuchar.
Por aquellos años, hablo de 1866, Santa Fe era una ciudad colonial, de casas bajas y una cuadrícula insipiente de calles de tierra, pero eso sí, con una clara vocación de convertirse en una ciudad capital.
Los difuntos, católicos de familias patricias en su enorme mayoría, eran sepultados en los amplios parques de las iglesias más importantes.
También se contaba, desde la época del Brigadier, con un cementerio habilitado, el de San Antonio de Padua, en la zona norte suburbana; hoy pleno centro, entre las calles Urquiza, Salta, 4 de Enero y Primera Junta. Era popularmente conocido como el Cementerio de los Angelitos.
Sí, donde hoy (hasta calle Mendoza) funciona el ex Colegio Nacional “Simón de Iriondo”. Ahí mismo hace apenas ciento cuarenta años se hallaba el primer camposanto de la ciudad, reservado para los fallecidos niños, los angelitos.
En ese entonces ocurrió un hecho trascendente que cambiaría los tiempos.
Primero, fue un rumor de comadres. “Las lavanderas y los pescadores, decían ver pasar a diario restos de cadáveres arrastrados por la corriente desde río arriba”.
Ante el clamor, varios cuerpos fueron rescatados por la fuerza pública, y entonces el rumor comenzó a tomar forma. Eran los muertos del Paraguay.
La noticia comenzó a circular, no solo en la ciudad sino por todo el país, preocupando, sobre todo, a las provincias ribereñas. Es que los entendidos comenzaron a hablar de la peste que arrastraba el río Paraná.
Y así fue.
Por aquellos años estaba promediando la más injusta y cruel de las guerras de esta parte del mundo, la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Uruguay y Argentina se unieron para aniquilar a un próspero Paraguay, que se defendía con valentía, hasta la muerte.
La acumulación de cadáveres, junto a la llegada de barcos del norte para reforzar la contienda que terminó abatiendo gran parte del pueblo paraguayo, hicieron reaparecer una enfermedad que venía haciendo estragos en países lejanos: “El cólera”.
Muchos soldados morían en el campo de batalla, pero muchos más (incluso civiles) en los hospitales de campaña, contagiados por la temible enfermedad del agua corrompida.
Advertidos del peligro que significaba el contagio de los cadáveres y la imposibilidad de sepultarlos o, al menos, incinerarlos, ambos bandos optaron por arrojar las víctimas al gran río.
Así fue que la peste comenzó a navegar río abajo. Y llegó a nuestra zona. Indefectiblemente, algo había que hacer.
Las crónicas describían un Río Paraná repleto de cadáveres que venían desde el norte, contaminando las aguas de las ciudades que bañaba a su paso. Posadas, Corrientes, Resistencia, Paraná, Santa Fe, Rosario e incluso Buenos Aires y Montevideo registraron una epidemia de enormes proporciones que acabó con muchísimas vidas entre 1866 y 1890.
Los pobladores comenzaron a rumorear en torno a la maldición de la peste, por lo que insistentemente se comenzó a hablar de “La venganza de los paraguayos”.
En Santa Fe se optó por acumular los fallecidos de cólera en el único cementerio habilitado. El de los Angelitos, pero los entierros no dieron abasto y los gobernantes dispusieron la apertura de otros cementerios. Al fin y al cabo, nuestra ciudad estaba en camino a convertirse en una urbe importante y la salud pública, tanto como el descanso eterno, eran temas para ser tomadas muy en serio. Primordiales signos de progreso.
A finales de 1866 se habilitó un segundo cementerio en el campo lindero a la Iglesia de Guadalupe, en donde hoy está la plaza del folclore, llegando hasta el seminario.
Como la peste continuaba presente y latente, pese al fin de la Guerra del Paraguay, en 1878 se habilitó el tercer cementerio de la ciudad. Ubicado al norte de donde hoy existe el Parque Garay.
Más que por el hecho de haber quedado chico, como en los otros casos, las crecidas del Río Salado frecuentemente lo tornaban inviable. Y fue entonces que se pensó en una solución definitiva y final.
A la salida de la ciudad, por el llamado “camino a las quintas”, existía una franja de terreno que, si bien era lindera al Río Salado, mostraba una pequeña barranca (Barranquita). Por su extensión y distancia del casco urbano permitiría planificar con tiempo lo que sería el único Cementerio Municipal de la ciudad de Santa Fe.
En 1895, y pese a que en el portal de ingreso se menciona el año 1904, se inauguró el Cementerio Municipal de Santa Fe.
-Como usted verá, la “venganza de los paraguayos”, es un episodio lejano, pero cristalizó una necesidad de los tiempos por venir que se había ido postergando. Así fue que Santa Fe comenzó el siglo XX con cuatro cementerios habilitados. Concluyó, con aires de maestro jubilado, don Salvador.
Recién en 1906, el intendente don Manuel Irigoyen, ordenó la clausura de los otros tres y el traslado de los restos al único cementerio habilitado. El Municipal.
Ese traslado de restos fue memorable. Pero eso, eso es otra historia.
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