Vista frontal del bargueño de hispano origen y americanizada ejecución, en la que se conjugan la carpintería, la escultura y la pintura. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
Si en la historia del mueble hay un artefacto caracterizadamente español, ése es el bargueño. Como suele ocurrir en general respecto del origen de los nombres, este caso no escapa a la controversia de los lingüistas. Pero la mayoría acuerda que esa denominación deriva del gentilicio de los habitantes del pueblo de Bargas, situado en un valle que atraviesa el río Guadarrama, región de Toledo, en el reino de Castilla y León. Y, de manera más específica, algún estudioso lo atribuye a un carpintero o ebanista del referido poblado, cuyo apellido se identificaba con el gentilicio: Bargas o Vargas. Sea como fuere, la mayoría coincide en que éste es el mueble español por excelencia, originado en el Siglo de Oro de la creatividad hispana, ciclo que, en rigor, abarcó un horizonte temporal más extenso (desde la conquista de Granada y el descubrimiento de América, en 1492, hasta mediados del siglo XVII).
Aproximación a la cajonera, con diversidad de formas, tamaños y decoraciones en sus gavetas. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
Cualquiera haya sido la verdadera génesis del nombre, lo verificable es que quien lo designó del modo en que lo conocemos, dando por buena la versión del pueblo de Bargas, fue Juan Facundo Riaño, al editar, en 1872, un Catálogo de Objetos Artísticos Españoles del museo londinense "Victoria y Alberto".
En su largo tránsito temporal, el bargueño evolucionó desde líneas muy simples, resultantes de su función eminentemente práctica, hasta ornamentaciones muy complejas y cargadas, en especial, bajo el influjo del barroco en los siglos XVII y XVIII.
En esencia, este mueble que llegó a adoptar innúmeras variantes, se originó como un cajón cuadrangular que solía tener asas o agarraderas a sus lados para facilitar su transporte a lomos de mulas. Pero si su exterior era sencillo y despojado, la decoración interna solía sorprender.
Al comienzo fue, básicamente, un arca robusta y práctica, construida con maderas de nogal, roble, pino o peral, a las que luego se agregarán otras procedentes de América, como la caoba, o de Asia y África, como el ébano, más resistentes a la polilla y la carcoma (coleópteros xilófagos que colonizan los muebles provocándoles graves deterioros).
Encuadre del cajón central superior, con la imagen de un ángel con deterioros, nacido de un pincel caracterizadamente indígena. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
Los estilos irán cambiando al ritmo de los tiempos y las modas, pero su función asegurará la permanencia de su estructura. Creado para guardar documentos importantes o dinero y joyas de personas pudientes (nobles y burgueses emprendedores), a menudo tendrá disimulados en su dispositivo interno, compartimientos secretos. Sin embargo, lo más característico radica en sus abundantes cajones y en la tapa frontal que, al abrirse, descansa sobre soportes extraíbles para convertirse en mesa de escritorio, lo que deja a la vista su naturaleza polifuncional.
El estilo castellano, asociado con la región de origen, es quizás el más difundido, y suele exhibir rastros de diseños mudéjares o platerescos (era habitual que estos últimos, en su exuberante iconicidad, abrevaran en grutescos de época romana reciclados por el Renacimiento).
A medida que el comercio mundial de bienes se expandía, la austera sencillez de los arcones iniciales se fue vistiendo con materiales provenientes de distintas partes del mundo, transportados por las naves que, de modo creciente, surcaban los mares del planeta. Así, los frentes de los cajones fueron exaltados con diversos trabajos de taracea, a veces mediante la combinación de maderas de distintos colores, vetas y consistencias para crear diseños llamativos (geométricos o figurativos); otras, mediante el agregado sobre la madera soporte, hendida y receptiva, de piezas recortadas de marfil, hueso, carey, metal o nácar.
A tal despliegue de riqueza ornamental, que en los hechos contrariaba la función primaria del mueble, concebido como una caja segura, habrá de seguirle el desarrollo e incorporación de cerraduras cada vez más difíciles de abrir si se carecía de la llave del propietario. Es una contradicción frecuente en la que suelen caer las personas proclives a la exhibición de sus ascendentes ingresos y condición social, pero a la vez preocupadas por la seguridad de sus bienes.
El Museo Histórico Provincial posee una pieza muy interesante, pese a inocultables deterioros, al fin y al cabo, mataduras del tiempo. Es un bargueño del siglo XVIII y origen altoperuano (actual Bolivia) realizado en madera de cedro, policromado y dorado a la hoja. Le falta la tapa frontal, lo que deja a la vista la decoración polícroma de sus siete cajones de distintos tamaños, con decoración de óvalos (que parecieran querer imitar de modo grotesco el granulado del mármol) e imágenes de ángeles de rasgos indoamericanos.
Los cajones están enmarcados por varillas doradas a la hoja que enfatizan sus formas cuadradas y rectangulares. Los costados del mueble muestran formas granulares en gris y negro, en tanto que la base exhibe un mayor empeño en sus trazos y arquitectura. Es el recurso empleado para enalzar la caja del bargueño y permitir su uso como escritorio cuando contaba con la tapa frontal abatible, hoy desaparecida. La base, un clásico "pie de puente", le otorga estabilidad a la estructura al apoyarse sobre columnas que van unidas por parejas en los laterales y "atadas" unas con otras a través de una arquería central o galería calada. Los soportes están torneados y las columnillas de la arquería muestran, como gracia morfológica, una sucesión continua de esferas. El vivaz colorido de las imágenes, los acentos del dorado a la hoja y el esmero puesto en los trabajos de torneado y tallado del soporte de madera, componen un bargueño típicamente castellano en su estilo, pero americanizado a través de las imperfectas pinturas realizadas por artesanos del altiplano andino, que son las que acentúan su atractivo.
Este singular mueble de 1,40 m de altura, 0,87 cm de ancho y 0,44 cm de profundidad, fue adquirido por el museo a un integrante de la familia Pujol Diez de Andino, descendiente de Bartolomé Diez de Andino, comprador de la casa en 1742. Es probable que esta pieza se remonte a esa época, en la que, ante la ausencia de bancos, el ascendente giro comercial de Bartolomé requiriera de elementos útiles para resguardar sus papeles. Cabe acotar al respecto, que la región de proveniencia del bargueño integraba una de las rutas comerciales empleadas por el pujante empresario.
Este vecino de la Santa Fe aún colonial era nieto de un gobernador de la provincia del Paraguay en el siglo XVII, e hijo del también hombre de negocios Miguel Diez de Andino, asentado y casado en Santa Fe. De su padre no sólo había recibido el apellido, sino un patrimonio significativo relacionado con la producción ganadera y el comercio yerbatero interregional, así como su inserción en el grupo social más importante y dinámico de la ciudad, aserto respaldado por la materialidad de la casa y de algunos bienes integrados a la colección del museo.
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