Por Bárbara Korol
RELATOS BREVES. Humedad de eternas densidades y de afectos cansados. Ella camina por las grises veredas de su antiguo barrio con una bolsa pequeña enlazada entre sus dedos.
Por Bárbara Korol
Humedad de eternas densidades y de afectos cansados.
Calles ruidosas y casas distintas, unas con jardines descuidados y otras con paredes coloridas, casi todas con rejas y candados.
Ella camina por las grises veredas de su antiguo barrio con una bolsa pequeña enlazada entre sus dedos. Es otoño pero aun el sol, de a ratos, parece inclemente y se siente esa calidez en el aire que sofoca los sentidos. Sus pies simulan deambular sin destino siguiendo un trayecto marcado y sereno. Va con la mirada perdida y el pelo oscuro suelto, oyendo los ecos de la infancia que le susurran, insolentes, deseos que ya conoce de memoria. La gente la ve pasar y la saluda. Ella sonríe y el paisaje urbano se tiñe de matices celestiales. Nadie percibe que esta desamuriendo, que la desilusión y la duda le carcomen segundo a segundo su aliento y su confianza. Llega a una esquina. El humo que descarga el motor de un colectivo contamina el aire un poco más. Se acerca despacio a una entrada donde reinan moradas hortensias, y en el bajo portón de hierro blanco deja atado el paquete de caramelos de goma que a él tanto le gustan. Lo ama como siempre, pero ya no cree en ese amor lleno de promesas gastadas, de anhelos incumplidos, de encuentros secretos y besos escondidos. Rogelio, el viejo gato de la familia, baja de la medianera y se arrima a sus piernas en busca de cariño. Ella lo abraza, le deja sobre el pelaje ceniciento la huella de su boca agridulce y en silencio se despide de años de complicidades y recuerdos. Orgullosa, contiene una lágrima perversa que quiere traicionarla. La veo desde lejos y adivino su agonía de pasiones vacías y mensajes triviales. Es tan hermosa y tiene la mirada tan triste que repentinamente tengo ganas de llorar. Voy hacia ella. Una gota apenada dibuja un rastro invisible en mi mejilla. Con su mano delicada acaricia mi llanto con sublime dulzura. Y entonces nace el abrazo y el consuelo. Nuestros cuerpos entibian un desamparo lleno de ausencias y de olvidos. De repente la escucho reír y el mundo se ilumina con su alegre frescura. Juntas, como cuando éramos niñas, caminamos hasta la playa, conversando sobre temas sin importancia. La tarde va diluyendo su agreste mansedumbre en el turbio reflejo de la laguna que armoniza con los brillantes rayos del sol. La ciudad vibra de fondo, miles de voces saturan el ambiente, el tránsito se agita, la vida sigue su curso insondable y esquivo.
El humo que descarga el motor de un colectivo contamina el aire un poco más. Se acerca despacio a una entrada donde reinan moradas hortensias, y en el bajo portón de hierro blanco deja atado el paquete de caramelos de goma que a él tanto le gustan.
Orgullosa, contiene una lágrima perversa que quiere traicionarla. La veo desde lejos y adivino su agonía de pasiones vacías y mensajes triviales. Es tan hermosa y tiene la mirada tan triste que repentinamente tengo ganas de llorar.