Parados en medio del majestuoso hall central del Ritz, los dos sonreían, oteando cada rincón, como quien mira los frescos de una catedral. Presumiblemente confirmando lo acertado de su decisión.
Parados en medio del majestuoso hall central del Ritz, los dos sonreían, oteando cada rincón, como quien mira los frescos de una catedral. Presumiblemente confirmando lo acertado de su decisión.
Ceferino Di Martino tenía 42 años y la contextura física de un oso polar (uno de los grandes). Más de dos metros de altura, extremidades cortas y macizas, como leño de invierno, y un abdomen descomunal, aunque sólido, que se insinuaba bajo la casaca con cuello de piel que lo cubría hasta la mitad de sus muslos.
Los bigotes, enrulados a dedo, apenas un tono más oscuro que sus ojos terrosos, daban un encuadre campechano a su sempiterna sonrisa llena de dientes blancos y parejos. Botas, pantalón, casaca y boina; toda su vestimenta tenía corte militar.
Cerca de su axila izquierda, a la altura del corazón (presumiblemente tan enorme como abnegado), resaltaba un distintivo singular, una hoz cruzada con un martillo en color amarillo en medio de un rectángulo rojo que semejaba una bandera flameando. La mayoría no supo descifrarla y los que sí, prefirieron subestimarla. Tal vez una marca europea o un detalle inofensivo.
Y ella. A su lado ella, tan menuda, tan frágil y delicada que contrastaba con su enorme esposo, al extremo de parecer una muñeca o acaso un títere de esos con extremidades extendidas.
Su endeblez, sin embargo, se daba de bruces con el primoroso vestido de seda beige, repleto de apliques en distintos tonos de verde que se dejaba ver sólo en la parte inferior; ya que su torso estaba rodeado por dos vueltas de una estola de visón negro.
Guillermo Gayá llegó hasta el mostrador de recepción y dejó las maletas de cuero crudo al costado. Recién luego se percató que las miradas de sus hermanos habían vencido la hipnosis de los visitantes y ahora estaba en él. En su rostro. Mortificado. No hizo falta pronunciar palabra, ellos mucho se conocían. Era obvio: ascenso, cocina, sexto. Doscientos kilos de cocinero…
Bernardo tomó la iniciativa y se acercó a la pareja, ya a punto de abordar el elevador principal.
-No lo tome mal Don Ceferino, pero teniendo en cuenta… Sería quizás conveniente que suba a la cocina por el montacargas… aquí atrás. Largó, señalando el fondo del salón.
Unos segundos de tenso silencio. Segundos que se hicieron largos y captaron la atención de todos en el hall.
- Jua, jua, jua, jua (la carcajada del chef retumbó en todo el edificio y se expandió contagiando a los presentes). Usted seguro lo dice por la recomendación del peso…Ja ja… Estos yanquis siempre exagerados y temerosos; prevenir es regla de abogados, no de ingenieros.
- Este elevatore aguanta mil kilos (concluyó, golpeando la puertita con su manota abierta, mientras ingresaba al cubículo con un saltito provocador que hizo temblar toda la estructura).
Atrás ella, y Carlitos, el joven ascensorista que miraba con ojos desorbitados. Y el ascensor subió hasta el sexto. Al rato bajó con los mismos tres, y así durante largos días y largas noches, hasta hacerse algo perfectamente rutinario.
Esa fue la primera contienda ganada por Don Ceferino y vendrían muchas más. El Oso Bolche, tal como lo apodaron sus compañeros, primero en secreto pero luego, con su explícito aval, para todos y en todo momento, se convirtió en otro emblema del Hotel Ritz de Santa Fe.
Ganó la contienda de los postres, del surubí al estilo salmón rosado, la de las perdices a la cazadora, la del respeto y admiración del personal, la de la simpatía exultante para todos, sin distinción de linyeras o terratenientes.
La de su presencia diaria en la mesas de los huéspedes especiales y también en la de los pensionados. La del confeso enamoramiento mutuo con Claudia, que religiosamente lo esperaba cada noche al terminar la cocina, jugando cartas con las mujeres de los clientes o escuchando la radio en el mostrador central.
En dos o tres meses, su fama de gran cocinero, de persona encantadora, solidaria al extremo, siempre dispuesta al diálogo con su gran sonrisa como estandarte inclaudicable, trascendió las paredes del Ritz y llegó a las calles de Santa Fe.
Los días de franco, cuando paseaba del brazo de Claudia por la ciudad, era reconocido y saludado por gente que ni siquiera sabía dónde quedaba el hotel.
- Aquí llega El Oso Bolche y su encantadora esposa Claudia…
En sus recorridas por Boulevard, por Plaza España, por el puerto o las palomas, solía presentarse anunciando su llegada como un cantante de tangos de la época.
Hay quien sostiene que el Partido Comunista de Santa Fe, esos meses, afilió más gente que en toda su existencia. Si duda que por acá El Oso Bolche era mucho más famoso que Karl Marx y que los rusos.
Pero el diablo tuvo que meter la cola. Como siempre, el diablo metió la cola. Una madrugada como tantas el ascensor dijo basta y se desplomó en bajada, desde el tercer piso. El golpe fue amortiguado por los resortes de seguridad, pero la inmensa humanidad de Don Ceferino cayó sobre Claudia y aplastó sus pulmones.
Nada se puedo hacer. Pese a los gritos de todos, pese a la corrida de Carlitos y la renguera desesperada al trote de su marido hasta el Cullen, nada se pudo hacer. Don Ceferino Di Martino, El Oso Bolche, sepultó a su amada en el cementerio municipal, alegando que había sido muy feliz en Santa Fe, se volvió a Roma y nunca más apareció por el Ritz.
En los cafés de la ciudad su historia prevaleció por mucho tiempo. Se dijo que, como tantos camaradas, se sintió atraído por la Cuba revolucionaria.
Yo, que soy bastante crédulo, colecciono -no se para que- antiguas fotos del ejército rebelde donde aparece la sombra de un enorme cocinero preparando comida a fuego de olla, para las tropas victoriosas de Fidel. En algunas, poniendo algo de imaginación, se pueden observar sus rasgos campechanos.
Creo que es él, aunque el bigote cambió por barba y la sonrisa por un gesto desolado.
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"Veinte relatos posibles" son aventuras literarias, entre la ficción y la realidad, que recorrerán las distintas etapas del Edificio Plaza Ritz. Tu historia puede inspirarnos y podés enviarla a: opinió[email protected]