"Sosegate que ya es tiempo/ de archivar las ilusiones/ dedicate a balconearla,/ que pa´ vos ya se acabó (…)". Allá por 1930, José Zubiría Mansilla jugó con el tiempo transcurrido en la vida de un maduro galán y creó esta recordada obra, "Enfundá la Mandolina", encontrando en su camino a un pianista de la talla de Francisco Pracánico, quien aportó su música, como el verdadero artífice que fue en la consolidación del tango.
El personaje de esta inolvidable pieza musical, víctima de la metáfora y aquella ligazón con el momento y los acontecimientos que utiliza el poeta, es Cirpiano. Invadido por la melancolía, así como por lo inevitable de la cruda realidad de "haber sido y ya no ser", Cipriano ahora ve de frente, y no bajo el signo de la imaginación, el paso del tiempo, el avance y la llegada de la vejez.
Conocido en sus tiempos mozos como "El Tigre", Cipriano era un joven apuesto, carismático, conquistador de corazones y centro de atención en las milongas y encuentros bailables donde llorara un bandoneón. Irresistible por donde se lo mire. Con su encanto y elegancia atraía a cualquier mujer, un hecho irrefutable que, sumado a su calidad de bailarín, levantaba el suspiro general de la barra femenina. Y, lógicamente, la envidia de sus pares, lo que en más de una ocasión fue motivo de alguna trifulca para arreglar las diferencias.
Sus cabellos grises, algo raleados y sus profundas arrugas ya no se ocultaban y no hacían juego con su ropa elegante. Su energía y su resistencia iban en declive y lo obligaban a un entretiempo entre baile y baile para recuperarse. Solo conservaba el fuego de su mirada penetrante… y pará de contar. El ocaso del guerrero había llegado, pero Cipriano no está convencido. No se convence de que "todo lo que empieza, termina", o está en vías de terminar.
Ya no es el momento para berrinches ni el pataleo, Cipriano. Hay que aceptar que la realidad te espera a la vuelta de cualquier esquina, porque a todo, todo, se lo lleva el almanaque: "Y es muy triste eso de verte/ esperando a la fulana/ con la pinta de un Mateo/ desalquilao y tristón/ No hay que hacerle, ya estás viejo,/ se acabaron los programas/ y hacés gracia con tus locos/ berretines de gavión/ Ni te miran las muchachas/ y si alguna te da labia/ es pa´ pedirte un consejo/ de baquiano en el amor (…)".
Cipriano estaba totalmente confundido, ya no reinaba, las mujeres ya no sentían por él ese atractivo tan particular, tan arrollador, solo admiración por lo que fue. Era él, ahora, quien sentía envidia por aquellos hombres jóvenes y fuertes que habían tomado su lugar, su trono, su reinado. Contundente, mortal, comparado con un tristón y desbarrancado mateo. A Cipriano, galante, entrador, un tsunami en el arte amatorio, un terremoto en conquistas amorosas, la vida lo puso de rodillas, lo empujó a la nostalgia, le fue comiendo el coco y lo enfrentó con un fantasma que agitaba su mano diciéndole "Chau, chau".
Cipriano vio sus ilusiones en caída libre y el cartel de "Ya no das más jugo", "ya no calificas hermano", fue como un gancho al hígado que no esperaba, pero que sabía que en algún momento llegaría: "Qué querés Cipriano,/ ya no das más jugo/ son cincuenta abriles/ que arriba llevas/ junto con el pelo/ que fugó del mate/ se te fue la pinta/ que no vuelve más./ Dejá las pebetas/ para los muchachos/ esos platos fuertes/ no son para vos./ Piantá del sereno,/ andate a la cama/ que después mañana/ andas con la tos".
Esa confusión lo remontó a sus recuerdos: sus conquistas, sus pasiones y sus podios por tantos triunfos obtenidos. Pero no se convencía que había llegado la hora, y que debía iniciar la conquista definitiva de un nuevo corazón, lejos de su vida mundana, la fama y el glamour, pero sí, cerca de un corazón que lo amara de verdad.
Pobre Cipriano estaba al borde del nocaut, solo en el ring y sin banquito, sin posibilidad de balconeo y esperar a la fulana como era su rutina, su costumbre y receptor de elogiosos y envidiosos comentarios, los años se le vinieron encima y para rematar su pésimo estado anímico, su aspecto físico y reflejos no le respondían y, por si faltaba algo, hasta los pelos de la cabeza lo estaban abandonando.
La hora de resignación ha llegado Cipriano. Convencete que las aventuras y las ilusiones juveniles ya fueron; las oportunidades las tuviste y las supiste aprovechar. La mandolina, para el personaje, era el esfuerzo y empeño para seducir y conquistar a la mujer. Su galantería, sus dotes de conquistador y eterno ganador, ya no cotizaban en bolsa.
La pizarra de Nueva York le avisaba que "ya no cotizaba en bolsa", que "había dejado de operar": "Enfunda la mandolina,/ ya no estas pa´ serenatas/ te aconseja la chirusa/ que tenés en el bulín/ dibujándose en la boca/ la atrevida cruz pagana/ con la punta perfumada/ de su lápiz de carmín/ han caído tus acciones/ en la rueda de grisetas/ y al compás del almanaque/ se deshoja tu ilusión/ y ya todo te convida/ pa´ ganar cuartel de invierno/ junto al ruego de los recuerdos,/ a la sombra de un rincón".
Evidentemente, la canción es un recorrido inevitable y fiel recordatorio de que cada etapa de la vida tiene su propio valor, y que la experiencia que se logra a través del tiempo debe ser celebrada. El ocaso siempre llega, las ilusiones se desvanecen y deben ser aceptadas enfrentando la realidad.
Es bueno que recuerden que el tiempo no les pidió permiso para transitar por sus vidas, sin embargo hicieron uso del mismo proyectando expectativas y logrando resultados. No necesitan ser siempre los mismos, pero sí alguien nuevo, renovado, porque la felicidad está abierta a todos. Solo hay que ocuparse de alcanzarla. Nos vemos en la próxima.
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