Todos los argentinos fuimos felices cuando supimos que un sacerdote nacido en estos pagos ocuparía el trono de San Pedro. Primer papa argentino y primer papa latinoamericano en la historia de la Iglesia Católica.
No soy creyente, pero participé de esa alegría y pocos meses después viajé a Roma con mamá que quería su bendición, gracia que recibió mientras yo me di el gusto de apretar su mano e intercambiar algunas pocas palabras. La historia seguramente evaluará los alcances y los límites de su papado, que se extendió por doce años con sus logros y con sus errores.
Si las jerarquías de la Iglesia se dividen entre conservadores y progresistas, él estuvo alineado con la línea de los progresistas, los reformistas decididos a aggiornar a la Iglesia al siglo XXI con cambios moderados en una institución donde se honran las tradiciones y las expectativas de los más de mil millones de feligreses son diversas.
Quienes lo conocieron dicen que fue un papa severo y exigente, pero de sonrisa alegre y divertida. Y cuando se lo proponía, tenía el desenfado simpático del pícaro argentino.
Tenía calle y tenía muy buen oído para percibir el rumor de la calle. Dos veces lo vi de muy cerca. Las dos veces en Roma. Su sonrisa era alegre, pero sus ojos miraban con atención, con recelo, la mirada de un hombre consciente del poder que ejerce. No era ingenuo, supongo que ningún ingenuo llega al trono de San Pedro.
Por lo menos desde los Borgia en adelante. La Iglesia Católica es una creación del Espíritu Santo pero es también una institución que inevitablemente participa en el peligroso juego del poder. Desenvolverse entre esas tensiones reclama lucidez, talento, astucia y vocación de mando. Francisco a esa partida la sabía jugar.
Dicen que todo jesuita lo sabe hacer, pero supongo que no es necesario ser jesuita para conocer cómo se ejercen las responsabilidades del poder.
Un dato decisivo importa tener en cuenta. La habilidad política, la vocación de poder no autoriza a concebir a la Iglesia Católica como una institución más. Por lo menos para un sacerdote, para un creyente que considera a su fe el bien más precioso de la vida, la Iglesia es algo más que una institución.
Recuerdo que alguna vez el cura Atilio Rosso me dijo lo siguiente: "Si la Iglesia fuera solamente una institución yo nunca hubiera sido sacerdote".
Y esta es la cuestión decisiva a tener presente. Un papa podrá ser intrigante, habilidoso, autoritario, pero en todos los casos cree en su misión evangélica, cree en lo que está haciendo, cree en su Iglesia y en la misión que la Divina Providencia o el Espíritu Santo le ha asignado. Francisco está en esa línea y lo mejor de él lo puso para cumplir con su misión.
Convocó a los jóvenes a "hacer líos", una propuesta que puede ser interpretada de diversos modos, pero que en términos emocionales tiene una orientación definida.
Quería sacudir la vieja palmera y lo hacía a su manera. Permitió que los divorciados puedan comulgar y a los homosexuales les abrió las puertas de una Iglesia que hasta ese momento los consideraba pecadores y hasta enfermos morales. No llegó a habilitar a la mujer para ejercer responsabilidades sacerdotales, pero les abrió espacios en la misógina burocracia de la curia.
Todos hubiéramos deseado más dureza contra los sacerdotes pedófilos y la red de complicidades que los protegían, pero hizo lo que pudo, entre otras cosas, condenarlos con dureza y pedir disculpas a los fieles en nombre de la Iglesia. Hasta donde pudo, intentó organizar las vidriosas finanzas del Vaticano.
Su magisterio fue muy claro en tres puntos: bregar por la paz, criticar la pobreza y alentar el diálogo con todas las religiones. No es retórica. Tampoco es una misión de fácil realización.
La Iglesia es virtuosa y pecadora. Algún católico llegó a calificarla como "la gran prostituta" y no lo consideraba un insulto. Valgan estas efervescencias para hacerse una idea aproximada de lo que significa conducir en el mundo que vivimos a una institución y baluarte espiritual de la gravitación política, social y afectiva como es la Iglesia Católica.
No, no es fácil ser papa. No es un trabajo para cualquiera.
La Iglesia predica la austeridad, la pobreza evangélica y estamos autorizados a pensar que sus sacerdotes lo hacen sinceramente. Pero algo he leído sobre la historia de la Iglesia Católica y estuve tres veces en el Vaticano. Y así como me asombraron y maravillaron sus testimonios históricos, también me asombró el fascinante juego de poder que se observa a primer golpe de vista.
A Francisco se le atribuye decir que los pastores de la Iglesia deben oler a oveja. Los pastores que yo vi en el Vaticano estaban muy lejos de ese perfume.
El espectáculo de obispos y cardenales caminando por las galerías, los parques o los salones del Vaticano es fascinante, su estética es maravillosa, pero es el espectáculo y la estética del poder. Un obispo, un cardenal es lo más parecido a un príncipe del Renacimiento.
Así vive, así se expresa y seguramente así se siente. Basta verlos caminar. Se me ocurre que Francisco tuvo poco y nada que ver con esa estética del poder, pero sus zapatos gastados, su sotana de curita de aldea, sus gustos austeros, no alcanzan, no pueden e incluso no sé si deben cambiar algo que constituye una sólida tradición centenaria de la Iglesia.
Fue un papa de personalidad fuerte que supo ejercer con firmeza y prudencia su autoridad. Podría decirse que comparado con su predecesor, Joseph Ratzinger, fue mucho más popular y progresista; progresista en una institución que como él sabía muy bien es históricamente conservadora y sus cambios hay que evaluarlos desde una prolongada perspectiva histórica. Por supuesto que en su gestión hubo luces y también sombras.
Como buen cura populista, las palabras "ilustración", "liberalismo", "luces", lo hacían parpadear.
Su relación con los argentinos curiosamente no fue fácil, aunque siempre dispuso de una alta aceptación social. Pretendió ponerse por encima de la grieta política pero no pudo hacerlo, o lo hizo a medias y a veces mal.
Nunca vamos a entender por qué en doce años de papado y con presidentes de diferentes signos políticos no pudo disponer de un día para darle una alegría y una bendición a sus feligreses. Como papa besó la tierra de muchos países, menos la de su patria. Para un cura nacionalista esa omisión no es un detalle. Juan Pablo II, por ejemplo, visitó nueve veces Polonia.
Ahh… me olvidaba… a Cristina Fernández la recibió ocho veces con papel picado, serpentinas, matracas y cañitas voladoras.
Un gesto generoso de su parte, porque los K hicieron lo imposible para impedir que fuera designado papa. Y cuando llegó la noticia de que Jorge Bergoglio era el elegido, la cara de culo que pusieron los K fue antológica. No obstante todo, y fiel al principio de poner la otra mejilla, a Cristina la recibió y la trató como a una reina.
También lo recibió a Javier Milei, que lo trató de emisario del Maligno. Lo recibió y se lo puso en el bolsillo. A Mauricio Macri en cambio lo recibió dos veces, y la primera vez no podía disimular su desagrado. Cuanto político y sindicalista malandra anduviera suelto por la vida tuvo la posibilidad de conversar, fotografiarse con él o recibir el rosario debidamente bendecido.
En ese tema no se equivocó nunca, por lo que no es exagerado decir que en algún momento su residencia de Santa Marta fue lo más parecido a una unidad básica a la que los peronistas peregrinaban con la misma fe y las mismas aspiraciones de ser bendecidos y sacar ventajas que en otros años mantenían cuando viajaban a Puerta de Hierro, la parroquia en la que Juan Domingo Perón repartía bendiciones y condenas.
¿Un papa peronista? Ni tan poco ni tan mucho. Un papa jesuita, fiel a su Iglesia, pero con indisimulables afinidades con el peronismo. Es que entre la doctrina social de la Iglesia y el peronismo hay diferencias, pero también vasos comunicantes muy fuertes con fronteras deliberadamente difusas.
Bergoglio fue en primer lugar un convencido sacerdote católico que entendía que el peronismo era la respuesta política más adecuada a las necesidades de los argentinos. Puesto a elegir con un revólver en el pecho entre la Iglesia y el peronismo, elegía la Iglesia, pero en la intimidad de su corazón los acordes de la Marchita Peronista lo emocionaban.
Asegura que nunca estuvo afiliado al peronismo, pero nosotros sabemos que para pertenecer al "movimiento nacional" no es necesario firmar una ficha. Los argentinos lo quisimos mucho, pero no sé si él nos quiso con la misma intensidad. Si lo hizo se cuidó muy bien en demostrarlo.
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