Por Bárbara Korol
Por Bárbara Korol
Es pequeña. Tiene el pelo enmarañado y un gesto pícaro iluminando su imagen. Hace calor, el vestido naranja se pega a sus piernas delgadas y sus zapatos están manchados de tierra colorada. Abre la puerta enorme de madera y la llama. Camina despacio, curiosa, expectante. Recorre la rústica casa, indagando cada rincón, susurrando su nombre. Entra en el último recinto, el cuerpo diminuto de la abuela se balancea incorporando sus misterios a la masa con manos agrestes. Las mismas que acariciaron a sus hijos mientras dormían, secretamente porque era signo de debilidad. La anciana la ve y un resplandor de remota alegría asoma en el cielo de su mirada. Esparce trozos de dulce de membrillo en los pliegues blanquecinos y deja reposar la preparación cerca de la estufa a leña. Sale tranquila. Pasó parte del día trabajando en la huerta y necesita refrescarse.
La nena va tras ella. La encuentra en su dormitorio con el torso desnudo. Sentada en el catre, parece una muñeca gastada por la rudeza del trabajo liberando su recóndito y maternal encanto. Se saca el pañuelo de la cabeza y suelta su rodete. Los dedos infantiles tocan la nívea cabellera con cariño. En su piel de antigua porcelana juegan las arrugas. Se pone una blusa limpia, y vuelve a esconder el largo pelo bajo la brillosa tela. Hay entre ellas una comunión perfecta y silenciosa mientras van juntas a hornear el pan.
Ahora la niña es una mujer madura que espolvorea semillas de sésamo en la esponjosa superficie que yace en el molde. Unos ojos vivaces y tiernos siguen sus movimientos. El bosque está cubierto de nieve y la calidez del hogar es el refugio de una plenitud tardía. Allí leudan los gérmenes de la dulzura y el trigo. Vestigios de vida y de tiempo hay en su carne y en su espíritu indomable. Raíces lejanas naufragan en su sangre para resurgir con resabios de esperanza. La hogaza acaba de salir del horno y el aroma íntimo y tradicional le remueve recuerdos que la distancia y la muerte no pudieron mutilar. Corta una rodaja. La corteza cruje y la miga tibia se resbala en el plato.
Disimuladamente la hija roba un trozo y se lo lleva gustosa a la boca. Después mira a su madre y le alcanza una porción para que pruebe. Ambas sonríen. En el aire se percibe un aura fugaz tiznada de humo y harina. Sabores del pasado abrazan ese instante sagrado en que las almas se encuentran y se funden. Ella siente palpitar la reminiscencia de su esencia y comienza a contar una vieja historia, en otra cocina, una anciana y una chiquilla, compartiendo un instante de amor.
La nena va tras ella. La encuentra en su dormitorio con el torso desnudo. Sentada en el catre, parece una muñeca gastada por la rudeza del trabajo liberando su recóndito y maternal encanto. Se saca el pañuelo de la cabeza y suelta su rodete. Los dedos infantiles tocan la nívea cabellera con cariño. En su piel de antigua porcelana juegan las arrugas. Se pone una blusa limpia, y vuelve a esconder el largo pelo bajo la brillosa tela. Hay entre ellas una comunión perfecta y silenciosa mientras van juntas a hornear el pan.