"En la experiencia de lo cotidiano el malestar irrumpe bajo diferentes formas, sea en los límites que el cuerpo nos impone, sea en las vicisitudes del lazo con los otros (...)", explica el autor. Crédito: Archivo El litoral
Todos saben que no es necesario adentrarse en los laberintos de la psicología humana para concluir que no hay existencia sin malestar. Lo cual, por supuesto, no implica que la vida misma se reduzca a una condición sufriente, pero al menos es una premisa que horada la promesa de felicidad como estado perpetuo del ser. En la experiencia de lo cotidiano el malestar irrumpe bajo diferentes formas, sea en los límites que el cuerpo nos impone, sea en las vicisitudes del lazo con los otros y también en las inclemencias de un mundo exterior que nos excede, o lo que es lo mismo, la contingencia como aquello imposible de predecir y por tanto de controlar.
En este contexto cada cual construye e inventa una serie de arreglos subjetivos que le permiten hacerse un cuerpo y habitarlo en su potencia y límite, también encontrar una cercanía o distancia que funcione respecto de los vínculos significativos. En lo que atañe a la contingencia, para ello no hay protección posible. A pesar del esfuerzo incesante de un espíritu precavido que en el pensamiento busca adelantarse a los hechos e infortunios, al igual que todos no puede más que ser sorprendido allí donde no lo espera. Antes que estar preparados -he aquí una ilusión frecuente que pacifica, aunque sea un poco-, en definitiva se trata de hacer con eso una vez que irrumpe.
En ocasiones dichos arreglos en la existencia permanecen inadvertidos, incluso para el propio sujeto, y se revelan como tales cuando dejan de funcionar, es decir, a posteriori. Supongamos que una persona es despedida de su trabajo y sucumbe así a una tristeza que se eterniza en el tiempo y lo impregna todo. En pocas palabras, una caída del deseo vital que los profesionales de la salud mental calificarían como depresión. Quizá un observador externo pueda pensar que en dicha coyuntura, especialmente en su juicio de valor sobre la respuesta del sujeto, existe una desproporción entre la causa y el efecto. En general las frases motivacionales no demoran en presentarse: no hay mal que por bien no venga; cuando una puerta se cierra, otra se abre; Dios aprieta pero no ahorca, entre otras fórmulas optimistas que buscan consuelo en la adversidad. A veces, cuando el observador externo se ve frustrado en sus buenas intenciones y en su deseo de restablecimiento del semejante, llega a reprochar una falta de voluntad o buena predisposición en quien continúa abatido a pesar de todo.
Un problema de la condición humana es su propensión a comprender demasiado rápido lo que está en juego, clausurando con una respuesta precipitada cada pregunta que se le presenta al pensamiento. En esencia, nos llevamos mal con los enigmas y por eso taponamos con sentido. Cuando se trata del ser hablante es necesario asumir que todo problema es siempre más complejo que el modo en que podemos representarlo. Es un principio que se sostiene en una ética de la ignorancia que reanuda la dimensión del enigma, si es que queremos trascender la insensibilidad del sentido común.
En su tiempo Sigmund Freud invitaba a los psicoanalistas a investigar cuál es la causa inconsciente que explica y restituye la proporción de la respuesta del sujeto. Si la tristeza no cede su lugar, es preciso admitir entonces que una persona se confronta allí con algo más que un despido laboral, aunque no pueda precisarse aún. Dicho en otros términos, existe un malestar esperable ante la pérdida de un trabajo y la incertidumbre temporal que allí se abre, y después está el malestar que se adiciona en el modo en que cada uno lo atraviesa. Ese modo no es sin las marcas de la propia historia y las respuestas que fueron posibles forjar.
Si, por ejemplo, uno está identificado al lugar del inútil de la familia -que no es lo mismo que ser un inútil, sino más bien ponerse en dicho lugar-, es posible que el despido laboral sea interpretado como una confirmación de la condición de inutilidad, al modo de un elemento externo que realiza sin atenuantes la fantasía íntima del sujeto. En este contexto la tristeza adquiere otra significación, anterior e independiente del despido laboral en sí. En adelante se atrapa que el trabajo no se limita aquí a ser una vía por la cual se resuelven las necesidades materiales de la existencia, sino que cumple una función específica: sentirse útil como barrera al propio sentimiento de inutilidad.
A nivel psicoterapéutico, es decir, el modo en que llega a orientarse un tratamiento, esta distinción no es indiferente. Si creemos que el problema es el despido, entonces alentamos una nueva búsqueda laboral y damos por saldado el asunto. En cambio, si admitimos que el escollo radica en otro lugar y que precede al acontecimiento, entonces existirá la oportunidad de interrogar la identificación al lugar de inútil y establecer sus condiciones de emergencia y cristalización.
En nuestra práctica se dice que el saldo de una terapia psicoanalítica es un saber sobre la causa del propio malestar en la existencia. En efecto, llegar a saber en qué y por qué se está embrollado en tal o cual cosa, hace una diferencia. Permite, por ejemplo, un vaciamiento de sentido, y entonces el despido laboral será un despido y no más. Sin embargo, para complicar aún más las cosas y por paradójico que resulte, en ocasiones es el propio sujeto quien es reticente a la construcción de aquel saber sobre sí mismo. Freud llamaba a esta posición subjetiva la "política del avestruz", en alusión a aquella creencia popular según la cual el avestruz esconde su cabeza en un hoyo en la tierra ante un peligro inminente. Es un modo entre otros de hacer con las vicisitudes de la existencia, donde la estrategia es resistir en el malestar mientras la vida discurre.
Para referirse a este estado de las cosas Freud también utilizaba otro sintagma, a saber, la miseria neurótica. Es cuando uno se decide a pagar el precio de sus síntomas en lo cotidiano, es cuando nos acostumbramos a nuestra locura hasta ya no verla, es también ese consentimiento pasivo a un penar de más. En el caso que aquí abordamos, y en el afán de plasmar una variación singular del principio general de la miseria neurótica, es igual a pasarse toda la vida demostrando al mundo entero que uno no es ningún inútil.