Hoy lo veo con claridad, pero confieso haberlo dudado más de una vez, nunca, nadie nace en el lugar equivocado y es porque indefectiblemente terminamos siendo lo que vinimos a ser.
Hoy lo veo con claridad, pero confieso haberlo dudado más de una vez, nunca, nadie nace en el lugar equivocado y es porque indefectiblemente terminamos siendo lo que vinimos a ser.
Cuando mi amigo Daniel Arturo Ravanal volvió de su primer viaje a Egipto vomitó una palabra que a todos los reunidos para recibirlo en la cocina de su pequeñísimo departamento interno de barrio María Selva, nos sorprendió, al extremo de sospechar que la maldición de las pirámides de alguna manera lo había afectado: "antahkarana".
Daniel Arturo Ravanal es mi amigo desde la secundaria, y tuvo desde aquellos años, o tal vez desde antes, una obsesión pertinaz y manifiesta con todo lo relacionado al Egipto de los faraones.
A nosotros, que por aquellos remotos días pasábamos el tiempo ocupados en obsesiones muy diferentes, no dejaba de desconcertarnos que un adolescente de clase media baja, como todos, se perdiera de tal forma por un tema tan lejano a nuestra realidad de pago chico. Santafesina.
Él, poco tiempo perdía en justificarse. Lo tomaba jocosamente, y con ingenio; en nuestras tertulias de costanera y mate, solía defenderse de las cargadas, presentando su fanatismo como una especie de adicción. Una adicción sana, aunque como todas, peligrosa en sus excesos.
La egiptología le hacía asumir comportamientos inexplicables, al menos para la mentalidad media de un grupo de adolescentes de los años ochenta. Desde bautizar como Micerino a su gato blanco, hasta invertir largos meses y muchos de los escasos dineros que obtenía de changas y mandados, en la construcción de una enorme pirámide de madera, recubierta con vidrios de colores, con la loca intención de dormir cuarenta noches en ella. O engancharse, al extremo de olvidarse del mundo, con algún libraco amarillento sobre el tema que comprara de segunda mano en El Faro.
Siempre recordamos, entre risas, la vez aquella que nos pidió que lo acompañemos al puerto, por aquel entonces activo, para intentar hablar con alguno de los marineros arribados en un gran carguero de bandera egipcia.
Luego de grandes peripecias para atravesar los muros (que por esos días disociaba el río de la ciudad), lograr contactar con dos de ellos, tras sobornar a los gendarmes con varios atados de cigarrillos Jockey Club, y enfrentarlos balbuceando dudas sobre la esfinge, en ingles de principiantes, nos terminaron confesando que el buque era sí de bandera egipcia pero ellos eran panameños, ni en libros habían visto desiertos, y menos que menos esfinges milenarias.
Con mucha menor intensidad adictiva, yo por entonces desvariaba con las temáticas reencarnacionistas, y por ahí solía buscarle explicación a su fanatismo. Más de una vez teoricé, para el regocijo burlón del resto del grupo, sobre posibles vidas pasadas que incidían en el presente de Daniel. Más, cuando algunos comenzaron a llamarlo Cleopatra, la reina del Nilo, él me esperó a la salida de mi casa y me hizo prometer cortar para siempre con ese rollo, al menos en presencia de los "caníbales".
Desde ese entonces, entre mis amigos nadie volvió a hablar de Egipto, ni tampoco del reencarnar. Muchos años después, y ya con la llegada de la adultez, Daniel me citó a la casa de sus padres para presentarme su nueva herramienta prodigiosa, tal como se encargó de destacar, antes de someterme a una sesión privada de cuatro horas de cine casero.
La irrupción de la señora Internet había reavivado su afición, dividió su tiempo ocioso de egiptólogo aficionado entre YouTube y Wikipedia, y así fue que logró compilar su primer gran documental: "El Egipto de los faraones".
Como siempre sucede, llegó la vida de obligaciones. El trabajo de horario discontinuo en un supermercado del centro; la novia que al poco tiempo se transformó en esposa y en crédito hipotecario, y en tres hijos y un perro, hizo que la obligación se devore de un saque a su gran pasión.
Sólo él. Él, su almohada y quizás el archivo de su PC, sabían que la planta de bambú, en su interior, se había debilitado y perdido el follaje, pero seguía con buenas raíces. A los 45 años, luego de largas cuotas afrontadas con horas extras de reposición de góndolas y descarga de contenedores de mercadería importada, consiguió tener en mano un pasaje de aerolínea paraguaya con dos escalas desatinadas, pero con seguro arribo a El Cairo a las 11 horas local del miércoles 7 de abril de 2010.
Dos amigos del super, Graciela, su esposa, Claudio y Fabián sus dos hijos mayores y yo, lo vimos partir ilusionado desde Sauce Viejo una lluviosa mañana de otoño. Diez días después, Graciela me llamó para recordar que llegaba de su sueño en el valle del Nilo y que lo recibiríamos en su departamento de María Selva.
Abrazos, besos y llantos. ¡Te queremos! ¡Te extrañamos! ¡Te esperamos! y ¡Nunca más los dejaré! Lo habitual para estos casos. Ahora cuando se me ocurrió preguntarle por Egipto solo una palabra: "antahkarana".
Han pasado siete años desde su regreso, desde aquel enigmático, frustrante y telegráfico relato de viajero; no volví a ver a Daniel Arturo Ravanal. Supe que regresó dos veces más a Egipto, y con el último viaje, puso fin a lo que quedaba de su matrimonio.
Se me dijo que esta obsesión fue la que le terminó costado la familia, pero supongo que son solo chismes. Chismes de pueblo grande. A mí me quedó el concepto. Advierto a diario el puente arcoíris, el "antahkarana", pero aún no me animo a cruzarlo. Llegará el día.