Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
Clásica es la belleza de las callecitas santafesinas en tono sepia, en esas tardes casi anochecidas, donde el sol le da la espalda a la Laguna Setúbal; donde las marquesinas comerciales del renovado Boulevard Gálvez se van encendiendo al unísono, como chispas de luces que se cuelan entre los frondosos palos borrachos.
Carlos Mario Peisojovich (El Peiso)
El Litoral
Mis sueños no fruncen el ceño, ellos vuelan azarosos, esquivan realidades que alteran, planean -sin un plan esclavizador- por la inmaterialidad del éter impalpable, con la súbita espontaneidad y la grácil ligereza del espíritu libre, libres de toda imposición. En su eterno deambular, siempre terminan volviendo a mí, “check in” y “check out” por la autopista de la memoria emocional, donde el viaje es como una rotonda, pues siempre terminan volviendo al principio, al punto de partida, al dueño de cada sueño. En las ensoñaciones del pasado, lo viejo se torna clásico.
Clásica es la belleza de las callecitas santafesinas en tono sepia, en esas tardes casi anochecidas, donde el sol le da la espalda a la Laguna Setúbal; donde las marquesinas comerciales del renovado Boulevard Gálvez se van encendiendo al unísono, como chispas de luces que se cuelan entre los frondosos palos borrachos, con sus panzas y florecidas copas estacionales, entre las incontables y celestes campánulas de los añejos jacarandáes; donde los paseantes se relajan en sus tardíos cafés y otros se aventuran a la sana idea de recorrer al trote la costanera para llegar con sus cuerpos broncíneos y estéticamente curvilíneos a la temporada estival; es esa la misma hora en que la postal de nuestro suelo, el Puente Colgante -El Puente Ingeniero Marcial Candioti- se tiñe de candor bermejo. Son los colores del ocaso, esa hora en que la noche acosa al día cada día, el cual termina rindiéndose, indefectiblemente, a sus oscuras intenciones. Puente que adusto y solemne, en su esqueleto de cable y hierro, de teñido cobreño, olvida los días de olvidados gobernantes, cuando fue símbolo de la desidia y la ignominia de los que mandaban, desdeñando las cosas que a veces importan; tirado, inerte, desmembrado y oxidado, su figura era el fiel retrato de la miseria y el abandono. Pero hoy luce orgulloso, de estampa gallarda, con auténtica vanidad santafesina, de clásico encanto.
Clásica es la belleza de la tan nuestra peatonal. Ahora extendida por el anexado Paseo San Martín Sur. Triunfal conquistadora de otras cuatro cuadras al norte, nuestra “Peatonal San Martín” se yergue dominante sobre el microcentro santafesino, son doce cuadras -trece si contabilizamos la Cortada Falucho- donde prácticamente la vida social de Santa Fe pasea indisimuladamente indiferente por los atestados escaparates de los negocios, bares, cafés, kioscos de revistas, floristas, personajes y buscavidas. Le cambiaron las veredas, les agregaron palmeras, “aggiornaron” el estilo según la moda, el gusto y el presupuesto asignado del municipio, labraron estatutos, reordenaron el tránsito, colocaron macetones, sacaron macetones, pusieron unos reguladores de tránsito de fálicas formas, pintaron, despintaron, pusieron, sacaron, metieron... Pero ella, “la peatonal” sigue parsimoniosa el latido de ser la arteria más importante y pintoresca de la ciudad, quiebra el tránsito de sur a norte, desde el Teatro Municipal hasta Suipacha, y cuando se acerca la época navideña, pese a la bronca de tacheros, colectiveros y remiseros, renace su hermanita menor, de tan sólo una cuadra: la calle Mendoza. Mendoza se disfraza de peatonal solamente una semana, fugaz y efímera, se acomoda impávida a los estándares de la acomodaticia multitud consumista y voraz de último momento que invade cada local y cada espacio vacío. Clásico.
Acá no tenemos “super clásico”, acá tenemos “Clásico santafesino”, y se vive tan o más intensamente que los super y los otros. Santa Fe se divide en dos, no importa la cantidad, porque acá subsisten sabaleros y tatengues en todos los ámbitos. Muchos periodistas deportivos foráneos se asombran de ver tantas camisetas o gente que se representa a sí misma con sus amados colores, las usan los hinchas, las señoras/es, los pibes, el obrero, el oficinista, el empleado público, el médico y el paciente, sus colores se ven en los balcones y mástiles, se los ve en un calco, en un auto pintado, en los adornos de los espejitos retrovisores de los coches, en el arte fileteado de los ómnibus de antes y hasta en los colores de las zapatillas. Se viralizan en las redes, en las paredes, en las ventanas. Sus simpatizantes se mezclan diariamente, se reconocen y se dan a conocer. Colón y Unión se contrastan y por esas cosas que tiene el fútbol, es uno de los clásicos más parejos del país. Ellos no solo comparten la misma ciudad, también comparten un color, el rojo; y la misma pasión.
Santa Fe es vanguardista, pero también clásica. Clásica ya es la cumbia de Los Palmeras, y clásico es el diario que está en tus manos, querido lector, conservando esa hermosa y tan santafesina costumbre de esperar “El Litoral” a esa hora... la hora en que las callecitas de Santa Fe se tornan sepia...