"La imaginación es más importante que el conocimiento, no tiene límites". Albert Einstein
"La imaginación es más importante que el conocimiento, no tiene límites". Albert Einstein
Martes 11 de febrero, 10 de la mañana. Llovizna. Otra vez subo por las escaleras a la terraza del edificio Garden Inn, en el Dique 2 del Puerto de Santa Fe. Tercer intento. Ya estuve el jueves, y el sábado. El jueves nada. Nada de nada. El sábado, bastante bien. El escenario se abrió, pero no pasó de eso. Solo lugares.
Vi al este el Riacho Santa Fe, paralelo a la Ruta Nacional 168, venido a menos. En línea, bastante más lejos, Colastiné Sur, la arboleda del caserío donde se erigió aquel primer puerto de ultramar. Al norte, cruzando la parte angosta de la Setúbal, los cinco pilotes impávidos por donde pasaba el ramal del ferrocarril francés que, los santafesinos suponen erróneamente, llegaba hasta el viejo puerto sobre el Río Colastiné.
Giré mi enfoque hacia el sur. El canal de acceso, un brazo artificial. Hecho a pico y pala hacia 1906, por los mismos obreros que contrataron los holandeses para construir el actual Puerto de Santa Fe. Lindero, fruto del acarreo de lodo y arena a la orilla norte, el Alto Verde.
Después, mi mirada recaló abajo, al pie de esta torre. Dos diques pensados para buques interoceánicos, hoy dedicados a la recreación y a la nada. A la espera del milagro de la reactivación. El río, como siempre, marrón, correntoso, indómito. Su hoya profunda frente a los silos vacíos, cercados por lanchas familiares, algunas canoas en cruce de espineles y piraguas rojas y amarillas.
Navegaban sin saberlo, sobre los restos del remolcador Meteoro, del velero Moun Rainer, y acaso del tren que, según se dice, descarriló al fondo del río en el año de la inundación. Ese sábado, antes de irme, me asomé al lado norte de la terraza. La ciudad muy diferente, con salvedades, la casa de Díaz y Clucellas, la Tienda Ultramar, la aduana y la Plaza Colón que, pocos saben, fue ganada a los humedales.
El escenario estaba dispuesto. Santa Fe en su origen sigue ahí, espera ser contada. Pero a mí, narrador aficionado, aun me faltaba algo. La materia prima que vengo buscando y se me niega.
Como decía, hoy, martes 11 de febrero, vuelvo a intentarlo… Ya en la terraza, acomodo el banquito de cajones de cervezas que improvisé taburete, hecho un primer vistazo y me doy ánimo. ¡Pese a la llovizna, no bajaré hasta encontrar lo que vengo buscando!
Medio día y nada. Sigo mirando detalles del escenario antiguo de mi ciudad. Reconozco los edificios, las ruinas, los lugares, el río y sus afluentes, pero no pasa de ahí. Seis de la tarde, solo la lluvia que me empapó hasta los huesos. Federico, el propietario del noveno, que me allanó subir, abre la puerta y dice:
- Ricardo, tengo que salir. ¿Te quedás un rato más o bajás conmigo? ¡Llueve fuerte!
- Un rato más, por favor, esperame un rato más. Después bajo solo.
Cierra la puerta de un golpe, fastidioso, vuelvo a la soledad. Un último raquítico rayo de sol ilumina Alto Verde. Y entonces, entonces sucedió... Lo que esperaba al fin sucedió. Revelación pagana. Saco mi libreta azul humedecida y sonrío.
Con otros ojos vuelvo a descubrir el Riacho Santa Fe, y veo a los primeros pobladores en cuatro canoas, dos con velas cangrejas sucias de tierra, deshilachadas. Amarran en una playita arenosa y comienzan a bajar sus bártulos para instalarse. Corre el año 1570; la primera avanzada escapando de Cayastá. Encontraron el lugar; aquí será Santa Fe de la Vera Cruz. Están cansados, pero confortados.
Veo pasar el tiempo, y como la playita se va transformando en un puerto de pescadores, pequeños comerciantes en balandras que llegan por el riacho mucho más caudaloso. Son, en su mayoría, paraguayos, traen tabaco, yerba y frutas.
Un grupo de políticos con galera y levita se paran en la orilla y hablan del nuevo puerto, más cerca del Paraná, sobre el río grande que los aborígenes llaman Colastiné. Gobernador Gálvez, le dicen; lo acompañan los jefes del Ferrocarril Francés, planifican un ramal hasta el nuevo Puerto. Definen cuál sería el mejor lugar para cruzar la Setúbal.
En canoa cruza un inglés pálido camino a las barrancas del Paraná. Dicen que será famoso, investiga sobre la evolución de las especies… Pasa el tiempo. Ya hay puerto nuevo en Santa Fe. Ahora contemplo el canal de acceso, atraca un hermoso velero alemán, con combustible y madera de un quebrachal del norte. Se incendia frente a los elevadores. La gente de Casanello y los lugareños curiosos lo miran hundirse.
El paisaje vuelve a cambiar. El Puerto está lleno de enormes buques con banderas extranjeras. En las dársenas se cruzan marineros, estibadores, gendarmes y pescadores de bogas y pacúes. Vuelvo. Sobre el edificio Garden Inn; el manto de la noche me cubre y la lluvia se hace más intensa.
Un ruido a derrumbe atrae mi atención, llegan gritos desde la ciudad. Varias cuadrillas de obreros destrozan a martillazos el muro perimetral del puerto. Parece que llegaron nuevos tiempos de apertura. La Tienda Ultramar, la casa Díaz y Clusellas y la Aduana siguen ahí…
La puerta de la terraza se abre ruidosa, me trae de vuelta. Mi anfitrión, Federico, prende las luces de la terraza y hace señas para bajar. Yo acepto satisfecho, pero no me animo a contarle el porqué, va a pensar que estoy loco o drogado, o que se yo.
Ya dentro del auto, me saco las ropas mojadas y rescato la libreta azul. Vuelvo a mi casa sonriente. Estoy listo. Inspirado. Feliz. Mañana mismo, o quizás esta noche, comenzaré a escribir sobre el puerto de mi ciudad.
(*) Relatos literarios basados en hechos reales.
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