El primer día de clases es especial. No solo marca el inicio de un nuevo año escolar, sino que, para quienes creemos en la educación, representa una oportunidad única.
El primer día de clases es especial. No solo marca el inicio de un nuevo año escolar, sino que, para quienes creemos en la educación, representa una oportunidad única.
Es el día en que el guardapolvo blanco nos iguala a todos: borra diferencias, oculta desigualdades. Pero hay cosas que ese uniforme impecable no puede tapar. Las mochilas, los útiles y, sobre todo, las zapatillas, revelan la verdadera historia de cada niño.
Él lo sabía. En su barrio, las zapatillas siempre eran heredadas, remendadas, gastadas antes de llegar a sus pies. Nunca nuevas. Hasta esa semana. Todo había comenzado con una bolsa de supermercado.
Su madre se la entregó con un gesto rápido, casi como si temiera romper la magia. "Para vos", dijo con voz suave. Dentro, un cartón envuelto en cinta escondía el tesoro. Sus manos temblorosas lo abrieron con cuidado, como si temiera que todo fuera un espejismo.
Y entonces las vio. Dos zapatillas blancas, inmaculadas, perfectas. Blancas como el pizarrón antes de la primera clase, blancas como los sueños que todavía no habían sido pisoteados por la realidad. Las acarició con la yema de los dedos.
Eran suyas. Por primera vez, algo completamente nuevo, sin huellas de otros pies. Miró a su madre, esperando que le dijera que era un error, que alguien más debía usarlas antes. Pero ella sonrió. "Son tuyas", le confirmó.
Durmió con ellas al lado de su cama. Se despertó varias veces en la noche sólo para asegurarse de que seguían allí. No podía esperar a ponérselas. Porque por primera vez, cuando cruzara el portón de la escuela, no se sentiría distinto.
Nadie podría señalarlo por sus zapatillas gastadas. Pero el mundo no siempre juega a favor. Esa madrugada, la lluvia cayó con furia, empapando cada rincón del barrio.
Cuando despertó, la primera imagen que vio por la ventana fue la del agua acumulada en la calle, mezclada con el barro espeso que lo cubría todo. Supo, sin que nadie se lo dijera, que el camino a la escuela sería una hazaña. Se vistió con extremo cuidado. Guardapolvo impecable, cabello prolijamente peinado.
Y en los pies, las zapatillas blancas. Salió de su casa con el corazón acelerado. El primer desafío lo esperó apenas cruzó la puerta: un pasillo estrecho, de 25 pasos exactos, que solía ser su única conexión con la calle.
Ese pasillo, que normalmente recorría sin pensar, ahora se sentía como un campo minado. Cada baldosa rota ocultaba pequeños charcos traicioneros, cada rincón parecía una trampa dispuesta a ensuciar su tesoro. Respiró hondo y comenzó a avanzar.
Un paso, dos, tres… Contó en su cabeza cada movimiento. Saltó sobre una grieta, bordeó una acumulación de agua, se sostuvo de una pared húmeda para no resbalar. Llegó al final del pasillo con el primer triunfo asegurado. Sus zapatillas seguían blancas.
Pero lo peor estaba por venir. Frente a él, tres cuadras de barro lo separaban de la plaza. Tres cuadras de suelo blando, de charcos imposibles de evitar, de huellas profundas dejadas por quienes ya habían intentado cruzar. Miró a su alrededor.
Otros niños avanzaban sin miedo, con zapatos viejos o directamente descalzos. Pero él no podía hacer eso. No podía rendirse.
El primer paso fue el más difícil. Sintió cómo su pie se hundía apenas unos milímetros y un escalofrío le recorrió la espalda.
No. No podía ser así de fácil. Buscó apoyo en los bordes de la calle, donde el barro no estaba tan suelto. Caminó sobre raíces expuestas, sobre pedazos de ladrillos viejos, sobre cualquier superficie que pudiera sostenerlo. A cada metro avanzado, el miedo creció. Pero también su determinación.
Cruzó la primera cuadra. Luego la segunda. En la tercera, un charco enorme bloqueó su camino. No había forma de rodearlo. Miró hacia la plaza, a solo unos metros de distancia.
Un impulso recorrió su cuerpo. Si podía saltar… si lograba impulsarse lo suficiente… Tomó aire y corrió. Saltó con todas sus fuerzas, sintiendo el aire contra su rostro, el peso del guardapolvo flotando detrás de él. Y aterrizó. En tierra firme.
Se quedó inmóvil unos segundos, sin atreverse a mirar sus pies. Cuando finalmente lo hizo, una sonrisa se dibujó en su rostro. Sus zapatillas seguían intactas.
La plaza fue un respiro. Caminó en diagonal, aprovechando los bancos de cemento y los senderos empedrados. Pero aún quedaba el último obstáculo: los escalones de ingreso a la escuela. Mojados, resbalosos, llenos de barro arrastrado por otros niños. Si caía ahí, todo habría sido en vano.
Se acercó con cautela, midiendo cada movimiento. Subió el primer escalón con un pie firme. Luego el segundo. El tercero. El último lo cruzó casi sin aliento. Cuando finalmente puso un pie dentro de la escuela, se detuvo. Su corazón latía con fuerza, su respiración era entrecortada. Bajó la mirada, con temor.
Y ahí estaban. Blancas. Más blancas que nunca, porque no eran solo zapatillas. Eran su esfuerzo, su resistencia, su manera de decirle al mundo que, a pesar de todo, él también tenía derecho a empezar la escuela con dignidad. Blancas como el pizarrón antes de la primera clase, blancas como los sueños que todavía no habían sido pisoteados por la realidad.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.