Si la pintura del siglo XX tuvo revolucionarios, Maurice de Vlaminck, nacido el 4 de abril de 1876, fue uno de ellos. Su obra es producto de las influencias de su tiempo, pero también un intento de romper con la tradición académica.
Quería dedicarse por completo al ciclismo, pero una fiebre tifoidea y su encuentro con André Derain lo llevaron al arte. El recuerdo de su obra en el aniversario de su nacimiento.
Si la pintura del siglo XX tuvo revolucionarios, Maurice de Vlaminck, nacido el 4 de abril de 1876, fue uno de ellos. Su obra es producto de las influencias de su tiempo, pero también un intento de romper con la tradición académica.
Se lo asocia principalmente con el fauvismo, movimiento pictórico surgido en Francia a principios del siglo XX, caracterizado por el uso no naturalista del color.
Como otros referentes de su generación, Vlaminck desdeñaba las etiquetas. Su búsqueda era personal: quería mostrar la esencia del mundo con la fuerza del color y la inmediatez del gesto.
Según datos del Museo Thyssen-Bornemisza, "fue el más fauve entre los fauves, el más proclive a la violencia expresiva. Fue, entre sus colegas, el único pintor que se jactaba de no pisar jamás el Louvre y sostenía que cada generación de artistas debe partir de cero".
Vlaminck se valía de colores contrastantes, como sus compañeros Henri Matisse y André Derain. Pero mientras ellos refinaban la composición, él apostaba por la espontaneidad.
Tal vez por esto se lo asocie al fauvismo: el nombre proviene de la palabra francesa fauve (fiera) y fue acuñado por un crítico en 1905 cuando, al ver las pinturas de Matisse, Derain y Vlaminck, las describió como "jaulas de fieras" por la agresividad del color.
Vlaminck no tuvo formación académica; aprendió a pintar guiado por su intuición y su admiración por Vincent van Gogh, cuyo trazo marcó su camino.
Miguel Calvo Santos señala algunos datos biográficos interesantes al respecto: "Al principio, Vlaminck no tenía intención de dedicarse a la pintura. Quería ser ciclista profesional, pero el dinero era necesario, por lo que se vio obligado a dar clases de violín o escribir novelas eróticas".
"Como sucedió con otros muchos artistas, fue una enfermedad la que hizo que el arte se cruzara en su camino. Unas fiebres tifoideas lo llevaron a abandonar el ciclismo y, tras entrar en el ejército y conocer a su colega André Derain, se convenció de que quizá su futuro estaba en la pintura", agrega.
En efecto, fue un artista que no buscó la síntesis ni la contención. Sus paisajes y escenas urbanas eran puro movimiento, con brochazos impulsivos y colores desbordantes.
Con el tiempo, su estilo se volvió más oscuro, influenciado por Paul Cézanne y la tradición francesa. Sin embargo, siempre conservó la fuerza expresiva de sus orígenes.
Entre sus obras más representativas está Retrato de Derain, donde retrata a su amigo y colega André Derain. Los tonos azules y rojos dominan el rostro, sin preocuparse por la fidelidad anatómica.
También en Paisaje cerca de Rueil se expresa su estilo, sobre todo en la etapa en la que evoluciona del fauvismo a una paleta más estructurada, influenciada por Cézanne.
Paisaje con casas blancas muestra cómo deja de lado los colores estridentes y se inclina por tonos terrosos y composiciones más controladas. Pierde la energía del fauvismo, pero gana profundidad expresiva.
Es representativa también El Puente de Chatou, un ícono del fauvismo y una de las mejores piezas de Vlaminck, en la que quiebra el realismo y hace del paisaje una experiencia sensorial.
La especialista Andrea Fischer remarca la relación entre el pintor y este río francés. "Los rizos apacibles del Sena son un tema de interés para Vlaminck. Particularmente en los alrededores de París, donde el río puede extenderse hacia una esencia más silenciosa, y el artista, retirarse al recogimiento de la provincia francesa", indica.
"Tal vez es la versatilidad de las aguas la que se refleja en el carácter más bien dúctil de su composición: las pinceladas se amoldan a las necesidades más esenciales de los objetos, y es así como los árboles mimetizan el alargamiento de sus propias sombras", agrega.
Vlaminck nunca quiso encajar en un movimiento. Para él, la pintura debía emocionar, no obedecer reglas. "La pintura es como la cocina; no se explica, se saborea", afirmó.
En un artículo para el portal de Radio Francia Internacional, María Carolina Piña cita a la historiadora Véronique Alemany, quien menciona a Vlaminck como un artista que pintaba para sí mismo: "Se ponía a pintar cuando sentía que lo embargaba una gran emoción, un sentimiento o una sensación", dice.
"Era un hombre libre, anticonformista, así que le importaban muy poco las críticas. Lo que le interesaba era expresar sus sentimientos de la manera más auténtica", agrega.
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